jueves, 7 de mayo de 2020

"En mi jardín yo siembro, yo corto y yo riego."

Manuel García Fernández/ICM.TEX
Ayer me miré al espejo y me vi feliz.
Y no gracias a nadie.
Ayer empecé a hacer todo eso que un día dije que haría.
Y no gracias a nadie.
Ayer me di cuenta de que todo eso que me propuse ya lo he conseguido.
Y fue gracias a mí.
Hemos crecido con la idea de que nacimos partidos por la mitad, viéndonos obligados a buscar la otra parte para completar un rompecabezas sin sentido.
Como si mi madre y mi padre no me hubiesen hecho con pies y manos.
Como si estuviésemos hechos para venir solos al mundo, pero no para irnos de él.
Como si alguien tuviese que vivir mi vida por mí.
Como si necesitásemos algo de alguien que nosotros no tenemos.
Como si ese amor del que tanto hablan no pudiese dármelo yo mismo.
Hemos crecido escuchando la palabra “amor” y cayendo en el mito de la unión entre personas.
En plural.
Y nunca en singular.
Como si el amor que tú tienes fuese de otra persona y no tuyo.
Como si yo no pudiese acelerarme los latidos de mi corazón.
Si en tu vida puedes poner el determinante ‘tu’, lo tienes todo.
Si mi vida tengo que vivirla con alguien más, no es mía.
Si tu vida depende de otra persona, deja de ser tuya.
Hay tantas cosas que sólo compartimos con nosotros mismos que a penas las llegamos a valorar.
Todo eso que no se dice en alto por si no se cumple.
Todas aquellas palabras que se quedaron en el tintero.
Las promesas que a ti mismo te prometiste cumplir.
Nos pasamos la vida tratando de encontrar nuestra otra mitad.
Un príncipe azul.
Una perfecta princesa.
El amor verdadero.
Sin saber que el verdadero amor apareció con nuestra primera respiración.
Tienes dos brazos abiertos por si mañana decides abrazar otro cuerpo que no sea el tuyo.
Pero siguen siendo tuyos.
En mi jardín yo siembro, yo riego y yo corto.
Puedo enseñar mis flores.
Pero siguen siendo mías.

Fotografía: Pinterest

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