Por
la calle, con toda su alevosía ceñida
en
esos vaqueros;
con
esa mirada de barbilla alta,
ceño
fruncido y sonrisa asesina;
y
entre sus dedos
ese
cigarro pidiendo consumirse
solo para tocar su boca.
Rompió
las baldosas a su paso y su tacón;
los
escaparates se empañaban
con
el reflejo de su aliento,
y
abrevaban de su piel
todos los gatos callejeros de las madrugadas.
Y yo que la vi de lejos.
En
la farola más oscura me apoyé
para
esperarla,
y
quise apartar la vista y disimular,
pero
era tarde, y el ayer
vino a mi cabeza de cobarde.
Se
acercaba lenta pero intensa,
haciendo
de su andar un baile,
un pagano rezo subscrito en mis auroras.
Pasamos
de metros a centímetros,
y
de ahí a columpiarme entre sus labios.
Ella
se colgó sobre mi cuello
y
ardía su carmín
mientras
sus dedos correteaban por mi tez,
suave y dura por el invierno.
Con
sus palas mordió mi lóbulo izquierdo,
con
sus colmillos me desgarró la piel
y
con sus muelas trituró el asedio
puritano de mi inocencia.
De
la mano me perdió entre las calles de un lugar
cuyo
nombre me importa más bien poco,
y
no sé muy bien cómo
aparecí
en mi cama,
alquilándole
un lugar a mi lado.
Pero
fui incapaz de pedirle nada a cambio,
no pude prostituir su belleza.
Aquella
noche me arropó las penas,
recogió
todas mis lágrimas
y
me regaló la sangre negra
con
la que hoy le escribo;
aquella
noche se acostó conmigo,
y yo con ella.
No
entiendo el por qué
de
su fama de fría
que
incluso yo mismo alimenté.
Ella
arde y engatusa,
ella
es bella y oscura,
pero
brilla, deslumbra,
y
más que deslumbra,
ilusiona.
Ella
es adictiva si se alía
con
las musas viejas:
con
Erato si me hace sangre,
con Euterpe si bebe de mi llanto.
Ella
me quiere y yo a ella,
aunque
a veces traicionemos nuestros lazos,
ella
en busca de otro gato
que
beba de su piel,
y
yo
en busca de otros brazos.
Ella,
sola,
solitaria Soledad,
y
yo,
solo,
solitario poeta de extrarradio.
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