viernes, 21 de mayo de 2021

LA ÚLTIMA DE TODAS*

 

             Fotografía: Arnold Rojas Quicaño

Por: Arnold Rojas Quicaño

Siempre recuerdo la última mudanza que me llevó al otro extremo de la ciudad. Fue un viaje apretado y ruidoso que se extendió toda la tarde. Ahí íbamos, mi mamá y yo, compartiendo el asiento trasero con maletas y estatuas de yeso. Mamá combinó una blusa con tacones rojos que le apretaban los pies. Yo vestía la equipación del SIPESA con las medias hasta las rodillas, y acaso el número uno en la espalda. Iniciamos el viaje en silencio para evitar hablar de la quinta casa que dejamos atrás.

Mientras avanzamos por la Meiggs en el tico del Papi Estrada: el viento movía el mar, la brisa marina me quemaba el cuerpo y más gentes poblaban las calles. A los 80 kilómetros con los que cortábamos la ciudad, con sillas y mesas atadas a la baca del coche, me parecía un favor divino seguir con vida. Además, me divertía ver a mi madre jalarme de la camiseta para mantenerme sentado, pero era en vano. Esta vez, el destino era diferente, los lugares cambiaban y yo con ellos.

Las mudanzas en el tiempo comenzaron con mi mamá y sus hermanos sufriendo los designios de mi abuelo. Desde siempre los iba arrastrando por la costa, sierra y selva de un país que se tornaba peligroso para cualquiera. Aunque le resultaba normal vivir en la inestabilidad de los oficios paternos, ella supo elegir donde quería pertenecer. A sus 40 años, recuperó de su memoria lugares lejanos que me los nombró despacito: cuartos de hotel, restaurantes de carretera, sábanas que olían a naftalina y las enseñanzas de mi abuela al lado del fogón. Me confiesa, que el ingenio se le despertó cuando mató el hambre con arroz blanco y plátano frito. Que sufrió la tradición de heredar los vestidos color salmón de sus hermanas mayores porque no existía dinero para caprichos. Y que aprendió a llorar, en silencio, cuando cruzaba la Carretera Central con dirección a Fishland.

En ese entonces, nuestra ciudad estaba gobernada por industrias pesqueras que exprimían el mar sin descanso. Arrastraban a los pescadores artesanales a indefinidos periodos de veda y, ante cualquier reclamo multitudinario, la prensa local los hundía con titulares sensacionalistas. Años después, en el Fishland que me tocó vivir, las gentes inician la conversación con: “Te acuerdas…”, “Antes era …”, “Como quisiera volver …”. Imagino que prefieren vivir en el pasado y olvidarse del futuro. Si me preguntan a mí, diría que es una ciudad de sueños vacíos como los astilleros de la bahía.

Las sombras de las casas se alargan en el techo del Tico. Avanzábamos entre calles asfaltadas y semáforos en rojo. El conductor compraba fruta picada a los vendedores ambulantes que aprovechaban el tráfico. Estos trozos se metían en bolsas de plástico transparente que el sol derretía todo el día. Mamá, no me compartía de su bolsa porque entendía mi repugnancia. En cambio, me parecía que las gentes nos miraban y reían. Me pregunto: ¿Qué pasa afuera? ¿Por qué mamá escogió Fishland? ¿Por qué el mar está enojado? ¿Cuánto nos durará esta mudanza?

El Papi Estrada se distrajo en otro semáforo en rojo. Aprovecha a opinar de la vida, de la familia, de la política, del fútbol. Era una persona que siempre tenía algo que decir, y en todo lo que decía llevaba razón. Pero al hablar de fútbol conmigo la tenía cruda. Se enfrascaba en conversaciones que me obligaban a defender mi identidad rayada: Canté y canté: “Ae, ae, ea/SIPESA es corazón/es corazón bravío /ganar es su destino”. Creo que no le gustó porque puso la radio a todo volumen.

Cuando dejamos la Meiggs y cortamos por Villavicencio, la calle nos llevó directo a ver como moría la tarde en el mar. En el malecón las gentes reían, se besaban, y permanecían sentados en las bancas de piedra para disfrutar el atardecer. En este extremo de la ciudad, ya no se veían casas de madera ni lanchas artesanales reposando fuera de las casas. Las calles ya no se utilizaban para jugar a la pelota los domingos porque las rejas metálicas cortaban su longitud. En cambio, se respiraba aire fresquito por los largos árboles que se llamaban Casuarinas. Las luces amarillas del alumbrado público no favorecían a la delincuencia, y lo que más me gustaba era contar las luces de los barcos pesqueros anclados en la oscuridad.

Promesas de felicidad, de superación, de comida en la mesa. Amor porteño y recuerdos criollos. Esperanzas que se la última de todas e inspirarse en experiencias ajenas que la vida nos impuso. El tico cruza una reja, y para definitivamente. Mamá despierta, y el Papi Estrada me dice:
- ¡Ya, chibolo! Llegamos a casa.

 

Chet Baker

Finalista de edición La Biblioteca de Babel 2021.

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