Por: Arnold Rojas Quicaño
Siempre recuerdo la última mudanza que me
llevó al otro extremo de la ciudad. Fue un viaje apretado y ruidoso que se
extendió toda la tarde. Ahí íbamos, mi mamá y yo, compartiendo el asiento
trasero con maletas y estatuas de yeso. Mamá combinó una blusa con tacones
rojos que le apretaban los pies. Yo vestía la equipación del SIPESA con las
medias hasta las rodillas, y acaso el número uno en la espalda. Iniciamos el
viaje en silencio para evitar hablar de la quinta casa que dejamos atrás.
Mientras
avanzamos por la Meiggs en el tico del Papi Estrada: el viento movía el mar, la
brisa marina me quemaba el cuerpo y más gentes poblaban las calles. A los 80
kilómetros con los que cortábamos la ciudad, con sillas y mesas atadas a la
baca del coche, me parecía un favor divino seguir con vida. Además, me divertía
ver a mi madre jalarme de la camiseta para mantenerme sentado, pero era en
vano. Esta vez, el destino era diferente, los lugares cambiaban y yo con ellos.
Las
mudanzas en el tiempo comenzaron con mi mamá y sus hermanos sufriendo los
designios de mi abuelo. Desde siempre los iba arrastrando por la costa, sierra
y selva de un país que se tornaba peligroso para cualquiera. Aunque le
resultaba normal vivir en la inestabilidad de los oficios paternos, ella supo
elegir donde quería pertenecer. A sus 40 años, recuperó de su memoria lugares
lejanos que me los nombró despacito: cuartos de hotel, restaurantes de
carretera, sábanas que olían a naftalina y las enseñanzas de mi abuela al lado
del fogón. Me confiesa, que el ingenio se le despertó cuando mató el hambre con
arroz blanco y plátano frito. Que sufrió la tradición de heredar los vestidos
color salmón de sus hermanas mayores porque no existía dinero para caprichos. Y
que aprendió a llorar, en silencio, cuando cruzaba la Carretera Central con
dirección a Fishland.
En ese entonces, nuestra ciudad estaba gobernada por industrias pesqueras que exprimían el mar sin descanso. Arrastraban a los pescadores artesanales a indefinidos periodos de veda y, ante cualquier reclamo multitudinario, la prensa local los hundía con titulares sensacionalistas. Años después, en el Fishland que me tocó vivir, las gentes inician la conversación con: “Te acuerdas…”, “Antes era …”, “Como quisiera volver …”. Imagino que prefieren vivir en el pasado y olvidarse del futuro. Si me preguntan a mí, diría que es una ciudad de sueños vacíos como los astilleros de la bahía.
Las sombras de las casas se alargan en el techo del Tico. Avanzábamos entre
calles asfaltadas y semáforos en rojo. El conductor compraba fruta picada a los
vendedores ambulantes que aprovechaban el tráfico. Estos trozos se metían en
bolsas de plástico transparente que el sol derretía todo el día. Mamá, no me
compartía de su bolsa porque entendía mi repugnancia. En cambio, me parecía que
las gentes nos miraban y reían. Me pregunto: ¿Qué pasa afuera? ¿Por qué mamá
escogió Fishland? ¿Por qué el mar está enojado? ¿Cuánto nos durará esta
mudanza?
El
Papi Estrada se distrajo en otro semáforo en rojo. Aprovecha a opinar de la
vida, de la familia, de la política, del fútbol. Era una persona que siempre
tenía algo que decir, y en todo lo que decía llevaba razón. Pero al hablar de
fútbol conmigo la tenía cruda. Se enfrascaba en conversaciones que me obligaban
a defender mi identidad rayada: Canté y canté: “Ae, ae, ea/SIPESA es corazón/es
corazón bravío /ganar es su destino”. Creo que no le gustó porque puso la radio
a todo volumen.
Cuando
dejamos la Meiggs y cortamos por Villavicencio, la calle nos llevó directo a
ver como moría la tarde en el mar. En el malecón las gentes reían, se besaban,
y permanecían sentados en las bancas de piedra para disfrutar el atardecer. En
este extremo de la ciudad, ya no se veían casas de madera ni lanchas
artesanales reposando fuera de las casas. Las calles ya no se utilizaban para
jugar a la pelota los domingos porque las rejas metálicas cortaban su longitud.
En cambio, se respiraba aire fresquito por los largos árboles que se llamaban
Casuarinas. Las luces amarillas del alumbrado público no favorecían a la
delincuencia, y lo que más me gustaba era contar las luces de los barcos
pesqueros anclados en la oscuridad.
Promesas
de felicidad, de superación, de comida en la mesa. Amor porteño y recuerdos
criollos. Esperanzas que se la última de todas e inspirarse en experiencias
ajenas que la vida nos impuso. El tico cruza una reja, y para definitivamente.
Mamá despierta, y el Papi Estrada me dice:
- ¡Ya, chibolo! Llegamos a casa.
Chet Baker
* Finalista de edición La Biblioteca de
Babel 2021.
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